El siglo XVII se caracterizó por
una tensión de contrastes irreconciliables. Ambiente positivo y vitalista y por
otro lado vidas de negación del mundo y de retiro religioso. Vitalidad pomposa
y ostentosa y al mismo tiempo surgen movimientos monásticos. Aparece el “carpe
diem” pero también el “memento mori”. La Guerra de los Treinta Años, de 1618 a
1648 arrasó Europa. Lucha entre protestantes y católicos.
En la época barroca nace el
teatro moderno. El teatro se convierte en una imagen de la vida humana en
general. Shakespeare escribe en una
de sus obras: “Ser o no ser, ésa es la cuestión”. Calderón de la Barca escribe en una de sus obras: “toda la vida es
sueño, y los sueños, sueños son”.
Algunos pensaban que la
existencia era de naturaleza espiritual, el idealismo.
Otros seguían el materialismo, como Thomas Hobbes, igual como pensaba Demócrito. Newton colocó las últimas piezas en lo que llamamos “visión
mecánica del mundo”. Laplace, matemático
francés, pensaba que todo lo que ocurre está decidido de antemano. Es el
llamado determinismo. El ser humano
no puede tener libre albedrío.
Por otro lado están los que
defienden la existencia del “espíritu” frente a la “materia”. Érase una vez un astronauta y un neurólogo
rusos que discutían sobre religión. El neurólogo era cristiano y el astronauta
no. “He estado en el espacio muchas veces”, se jactó el astronauta, “pero no he
visto ni a Dios ni a los ángeles”. “Y yo he operado muchos cerebros
inteligentes”, contestó el neurólogo, “pero nunca he visto un solo
pensamiento”.
Leibniz señaló la gran diferencia entre lo que está hecho de
“materia” y lo que está hecho de “espíritu”.
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